martes, 21 de septiembre de 2010

nombre propio.


Año 1988, un comercial de Banco Río de la época declaraba: “Un buen nombre es lo más valioso que uno puede tener”. Me parecía grandioso. Fascinante. Yo tenía sólo un lustro de vida, pero dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para verlo. Sólo niños diciendo sus nombres.

A mí, mi nombre me gusta. Siempre me pareció original, pero de chiquita tenía una imperiosa necesidad de cambiarlo. Claro que todos los chicos lo hacen (ni hablar las nenas) pero lo mío era diferente. Yo tenía una debilidad por los nombres comunes. Me hacía llamar Mariana. Simple. Sencillo. Común.
Jugábamos a la mamá con mi hermana y mis hijos se llamaban: Federico, Natalia, Carolina, Nicolás. Nunca un Simón, un Vito, una Lola.

Nada fue fácil para mí.

En la primaria, sufría todo tipo de burlas. Para los varones no era suficiente reírse de mi voz de pito, ni estar todo un recreo intentando tocar mi orto (u otros) para hacernos calentar. No era gracioso no saber tocar ningún instrumento en música ó que corriera mal en gimnasia. Mucho menos que mi madre me enviará con pelos en las gambas, y pollera. Los niños son crueles, y esta era la peor etapa. Me aguantaba cualquier tipo de gaste, no me enojaba. Juro que de chiquita, yo era de esas que no se enojaban. Juro.

Un día, descubrimos un lugar bastante estrafalario a la vuelta del colegio. Llevaba mi nombre. Claro que no era simple para mí, entender qué carajo era, y mucho menos por qué llevaba mi nombre.

Pero ahí estaba, con sus nueve letras en imprenta (bah, “mis” nueve letras) bien grandes, brillosas, iluminadas, eternas, furiosas, rojas y fucxias.
Todo sumaba, si de avergonzarme se trataba.

No me animaba a constatar con Madre o Padre, pero los niños son crueles y si saben que pueden hacerte sufrir lo harán. Y para colmo de males, las noticias en aquellos momentos corrían muy rápido.
Señoras y señores, mis padres me pusieron el nombre del CABARET del barrio.

En la secundaria, ya empecé a preocuparme. En esta época entendía mejor -mucho mejor- el concepto de un putero. Los chicos decían que era fruto de un cliente (o sea mi padre) con su puta (o sea mi madre) y que como homenaje, le ponían a la criatura que procrearon (o sea yo) el nombre del lugar donde la hicieron. Muy dulces los pibes estos, che. Posta.

Ya crecida, decido aceptarlo y aprender a convivir con mi nombre. Y hasta me gustaba.

Pero llega la época de los boliches, y aún siendo amiga de mi nombre el muy hijo de puta me seguía haciendo sentir que todo era difícil. Ó eso creía yo.
Error.

Sí, es cierto que cada chico que se me acercaba ahí venía con el mismo librito: Qué linda sonrisa tenés! cuál es tu nombre?. Mi cerebro, dibujaba la misma secuencia cada sábado: ok, le digo el nombre, me pregunta qué? 4 veces, le repito, se ríe, lo empiezo a tratar mal, me dice que nombre original, me aburro, me pide que lo deletree, lo miro pésimo, me dice que nunca lo escuchó, sonrío falsamente, me pide el teléfono, me niego, me pide por favor, se lo doy pero le pido que me anote como Mariana (que es más fácil). Y aún así, el atrevido me pregunta “che, y cómo se les dio a tus viejos por llamarte así?!”.
Ok. Podía decirles que se inspiraron en un putero? No.

Entonces me callaba, y tranzaba. Como una señorita, como una dama! Qué perfecto discutir tanto sobre cómo me llamo.

Estoy segura que esto siendo Mariana, Bárbara ó Victoria, no me hubiera pasado.

Y de a poco, comprendo que no hay dudas. Un buen nombre es lo más valioso que uno puede tener.